El nuevo auge del bodegón porteño: un clásico que volvió al mapa gastronómico

Apuestan a la comida tradicional argentina sin perder de vista la calidad. Los Galgos, Miramar, La Pipeta y El Obrero, entre los destacados.

Comida casera, porciones generosas y el sabor de lo local. Las mesas, sin mantel. Hay un constante ir y venir de mozos de los antes, de los que toman el pedido sin anotar y conocen a los clientes habituales por el nombre.
¿En el menú? Tortilla a la española, una milanesa napolitana con papas españolas o, incluso, ancas de rana o cazuela de mariscos. Todo parece haberse quedado en el tiempo, aunque los comensales de hoy ya no son los mismos de antes y, además del español, se puede oír hablar en inglés, japonés o, incluso, chino.
El clásico bodegón se reinventa para atraer a un público distinto del habitual, que incluye a los más jóvenes y a turistas que buscan una auténtica experiencia gastronómica porteña. Se trata de una vuelta a los orígenes para renacer, después de años de decadencia y de múltiples locales cerrados por falta de clientes.
“Me gusta mucho, pero soy muy crítico con el bodegón, porque hubo un momento en que se fue a pique. Cuando daba cosas más nobles pasó a dar cosas innobles. Pasó a usar aceites malos, a comprar pan berreta y congelado, a elaborar cada vez menos cosas. Y pasó a ser más un decorado que un lugar de comida casera”, destaca Julián Díaz, dueño desde hace poco más de dos años de Los Galgos.

Julián Díaz, dueño de Los Galgos

Situado desde 1930 en la esquina de Callao y Lavalle, este bodegón es un claro ejemplo del ciclo de esplendor, decadencia y renacimiento del sector. En junio de 2015, el restaurante había cerrado sus puertas por falta de clientes. Poco tiempo después, Díaz decidió comprarlo y reabrirlo.
Así, tras una inversión de US$ 140.000, Los Galgos reabrió sus puertas el 1° de diciembre de ese mismo año. El dinero se destinó a la remodelación de la cocina, renovación de baños y la compra de todos los elementos que habían sido rematados, desde la barra hasta la boiserie de las paredes.
“No tuve muchas causas racionales para comprar Los Galgos. Pero desde que formo parte de la Asociación de Cocineros y Empresarios Ligados a la Gastronomía Argentina (Acelga) tengo una obsesión por la gastronomía nacional y me pareció que Los Galgos era el lugar ideal para eso. Para probar si hay un público deseoso de estos productos. Creo que en el último tiempo en Buenos Aires son pocos los lugares que están pensados para un público cotidiano, que tengan un anclaje en lo nacional, aunque hay una movida que va hacia eso”, cuenta Díaz y asegura que, desde que abrió, ha conseguido una muy buena respuesta de los clientes de siempre (los exalumnos del Colegio del Salvador, la gente de Sadaic y los abogados de Tribunales) y, además, logró atraer a un público nuevo, más joven.
Del obrero al artista
Más al sur, en La Boca, se encuentra un restaurante al que iban a comer los operarios de la vieja Compañía Ítalo Argentina de Electricidad, cuyo edificio alberga hoy la Usina del Arte. “Esto está desde 1954. En un principio fue fonda y solo había dos o tres platos fuertes para gente de trabajo duro. En esa época solo venían a comer obreros. Después las fábricas fueron cerrando. Y en los ’80 todo fue cambiando. Ahí empezó un cambio de clientela y hubo que empezar a sumar platos de cocina tradicional, como pucheros, milanesas, lentejas”, cuenta Silvia Castro, dueña de El Obrero e hija del propietario original.
Este restaurante vio entre los ’80 y los ’90 cómo cambiaba su clientela. Los trabajadores que le dieron nombre al local dejaron paso a artistas como Rómulo Macció y Pérez Celis, primero, y más recientemente al turismo.
“En los ’90 empezamos a ser punto obligado del turismo gastronómico, algo que se reconfirmó hace dos años cuando ganamos dos premios Sifón de Oro por mejor comida porteña y mejor bodegón”, dice Castro sobre los galardones impulsados por el Ministerio de Cultura de la Ciudad, en el que comensales y turistas votan los mejores bodegones de Buenos Aires.
En las mesas de El Obrero se sentaron el príncipe Alberto de Mónaco, Susan Sarandon, el expresidente de los Estados Unidos Bill Clinton, Mijaíl Barýshnikov y Daniel Barenboim, entre otros. Las innumerables fotos colgadas en las paredes del restaurante son un testimonio de quiénes probaron el clásico puchero o la milanesa napolitana.
Castro asegura que esa fama la consiguió gracias a la calidad de su comida y el boca a boca, y cuenta que cuando el líder de la banda irlandesa U2, Bono, fue a comer allí, lo hizo por recomendación del cineasta alemán Wim Wenders. “Llegó sin reserva y tuvo que esperar mesa en la puerta”, recuerda. Mientras habla, un grupo de turistas orientales baja de una camioneta blanca y ocupa una de las mesas cercanas a la ventana, desde donde ven la Usina y el Museo del Cine.

Silvia Castro, propietaria de El Obrero, clásico bodegón de La Boca.

El Obrero cuenta con lugar para más de 90 cubiertos y trabaja mediodía y noche, de lunes a sábado. Por noche, que es cuando más trabaja la cocina, tiene un promedio de 150 cubiertos diarios, con un consumo que ronda los $ 450 por persona.
“Tomamos solo un turno de reserva y después es por orden de llegada. Depende del día tenés que esperar 20 minutos o una hora y media”, agrega.
La inauguración de la Usina del Arte le aportó el público más nuevo y, aseguran en el restaurante, el más diverso de todos, por la variedad en el tipo de espectáculos programados en el espacio. Hasta ese momento, el restaurante era un lugar alejado del tradicional circuito turístico de La Boca.
“Hace años que nos esforzamos mucho para mantener la calidad de los productos, como buenas marcas de lácteos. Por ejemplo, servimos las pastas con queso parmesano rallado grueso y llevamos la quesera a la mesa, para que el cliente se sirva lo que quiera. Lo que logramos, lo hicimos porque apostamos a la calidad”, dice Castro y destaca que la propuesta de El Obrero es la comida porteña en porciones grandes, porque esa es la esencia del bodegón: “Insistimos en mantener la calidad de los productos, el tamaño de las porciones y un precio razonable. La gente reconoce eso. Y si le sumás que el lugar tiene historia, entonces es buscado porque tiene esa historia e identidad”.
Con la estampa de Divito
En el microcentro porteño, desde 1956, una pequeña puerta sobre la calle San Martín casi en la esquina de Lavalle indica “La Pipeta”. Una escalera que lleva al subsuelo desemboca en un salón blanco con una guarda de mayólicas en las paredes.
El nombre tiene su origen en una viñeta del clásico historietista Divito, que se exhibe en una de las paredes. Allí una mujer posa en bikini y detrás un hombre exclama: “A la pipeta”. En los años ’70 y ’80, en pleno auge de los cines de Lavalle, el restaurante llegó a servir 900 cubiertos por día.

Jorge Ferrari es el dueño de La Pipeta desde 2013.

Jorge Ferrari, propietario del restaurante y del bar que se encuentra arriba, cuenta que cuando compró la esquina, a fines de 2013, se encontraba en muy malas condiciones: “Hacía un promedio de cuatro cubiertos por día. Las heladeras estaban rotas y los empleados las usaban como armario. Cuando alguien venía y pedía una milanesa, el cocinero iba al supermercado, la compraba y la traía para cocinar acá”. El empresario relata que el día que se hizo cargo decidió cerrarlo hasta que estuviera en condiciones de operar, para lo que era necesario reparar o cambiar las heladeras y hacer una limpieza profunda.
El día que reabrió al público tuvo una ocupación de 80 cubiertos: “El café da una idea clara de cuánto creció La Pipeta. Cuando nos hicimos cargo, se vendían 26 kilos al año. Hoy, estamos en 700 kilos”. Sirven 180 cubiertos diarios, de lunes a sábado, que gastan entre $ 180 y $ 220 al mediodía y alrededor de  $ 300 a la noche.
Una de las primeras decisiones que tomó Ferrari fue mantener el personal tanto en la cocina como en el salón. Muchos estaban trabajando en forma ininterrumpida desde 1971, son parte de la esencia del lugar y permiten mantener la calidad de entonces.
“Cuando nos hicimos cargo pusimos un menú ejecutivo. No había y en este lugar, rodeado de oficinas es clave. Además, buscamos trabajar con una buena relación precio calidad e incorporamos el pago con tarjeta”, explica y agrega que una entraña entera (el plato por excelencia de La Pipeta) sale $ 500 y alcanza para tres personas.
“La mitad de nuestros clientes tiene más de 50 años y trabaja en la bolsa. Hay un grupo que se reúne todos los jueves desde hace más de 30 años. Estamos buscando un recambio y apuntamos a un perfil más joven o al turista de calidad”, dice y agrega que allí se realizó dos veces la comida de Bodegón Nights, un grupo de jóvenes que hasta hace unos años se reunía a comer en este tipo de restaurantes, como una manera de difundir la cultura gastronómica local.
Rescate emotivo
Ferrari reconoce que parte de su nueva clientela tiene que ver con lo que denomina el “marketing del rescate emotivo”, jóvenes que son llevados allí porque era el lugar en el que sus padres o sus abuelos almorzaban o al que iban después de una noche de cine. También se apoya mucho en el trabajo en redes sociales, que ayudan a construir esa nostalgia por el pasado, que, sin embargo, debe ser actualizada para que no quede en una cáscara vacía.
“Esto está vivo porque vienen los locales. Agradecemos que vengan los turistas, pero lo hacen no solo porque tiene historia, sino porque también tiene actualidad. Por eso es patrimonio, porque viene la gente de Buenos Aires”, aporta Martín Paesch, gerente de Miramar, que desde 1950 sirve comida española en la esquina de San Juan y Sarandí, en el barrio porteño de San Cristóbal. Reconocido por su picada y por la tortilla, que fue elegida la mejor de Buenos Aires, Miramar ofrece platos difíciles de encontrar en una carta tradicional. Rabo de toro, caracoles, ancas de rana, conejo o pulpo a la gallega son las opciones no tradicionales que atraen a los clientes.

Martín Paesch, administrador de Miramar.

“Acá, la clientela es variada. Políticos, famosos y gente que busca buena comida. El famoso viene y se sienta tranquilo, porque Miramar genera esa libertad y esa mezcla de gente”, señala Paesch, que se hizo cargo de la administración del bodegón hace tres años. Los dueños actuales, el Grupo Los Notables, tienen otros bodegones y cafés notables en la ciudad, entre ellos el histórico bar El Federal y La Poesía, en San Telmo, y el café Margot, en Boedo.
“Cuando lo tomamos faltaban algunas cosas. No reformamos el bar, sino que lo potenciamos. Estamos muy lejos de querer un nuevo restaurante de Palermo. Lo que apreciamos es que esto perdure en el tiempo”, destaca y agrega que el dueño anterior, que era miembro de la familia fundadora del bodegón, ya estaba cansado de la actividad.
Durante sus 67 años de existencia, Miramar tuvo distintas propuestas. En los ’90 ofrecía show de tango los domingos. Durante esos años y hasta la primera mitad de los 2000 tuvo una vinería en la entrada que da justo a la esquina, donde se encuentra la histórica rotisería frecuentada por los vecinos del barrio.“El espacio era muy chico y tuvimos algunos accidentes que terminaron con botellas rotas en el piso, por eso decidieron dejar de lado la vinería y volver a hacer la bodega del restaurante en el subsuelo”, recuerda Jorge, uno de los mozos históricos de Miramar.
Como resultado de esta incursión, la carta de vinos sorprende por su variedad y su amplitud de precios. Allí se puede encontrar desde un Finca Gabriel de $ 170 hasta un Catena Zapata reserva de 1999 a $ 16.000. Paesch dice que es, junto con la comida, otro de los grandes atractivos: la posibilidad de conseguir vinos que no se encuentran en otros lugares.
Cocina como en casa
Así como Jorge, el mozo, sigue en su puesto desde hace décadas, Miramar también conserva a Ramón, el cocinero histórico. “Esta ya es como la cocina de su casa. Mantuvimos el mismo equipo de trabajo que cuando se compró y esa es la clave para que el negocio funcione bien, porque ya tienen la relación por el cliente”, asegura Paesch. El vínculo llega a tal punto de que algunos llaman al celular de los mozos a la hora de hacer una reserva o de pedir que le preparen algo en la rotisería.
Este equipo de trabajo de la vieja escuela es el encargado de formar a los nuevos para que mantengan el estilo y la calidad del servicio. “A algunos les llega la edad de jubilarse y es nuestra manera de encontrar reemplazos”, explica Paesch.
“Desde que ustedes se hicieron cargo, duplicamos la cantidad de clientes”, dice, sin dudarlo, Jorge, el mozo, cuando Paesch le pregunta si, efectivamente, habían ganado comensales en estos tres años. El administrador dice que la única publicidad que hacen es por medio de Vía Postal, el exhibidor de postales que se ubica en distintos restaurantes. Fuera de eso, lo que los hizo crecer fue el boca a boca.
Otra de las decisiones que se tomaron cuando cambió la administración fue la de ampliar el horario. Hasta ese entonces, Miramar abría de lunes a domingo de 12 a 16 y de 20 a 1. En la actualidad atiende de 8 a 1 y agregó un servicio de cafetería y sandwichería, que le aportó clientes nuevos.
También se incorporó un menú ejecutivo al mediodía que incluye plato y bebida por $ 175. A la noche, el consumo suele ser mayor, pero, señala el gerente, depende de qué se elija en la carta. La opción más económica, una tortilla acompañada de una cerveza, ronda los $ 200. Si se elige pulpo, el plato más caro del menú y un buen vino, la cuenta puede ascender a más de $ 1000 por persona.
“Claro que las mesas que piden un vino caro y pulpo o ancas de rana a mí me rinden más. Pero lo que a nosotros nos importa es que el que viene acá coma bien. Si quiere pedir pulpo a la gallega y un vino barato, está perfecto. Eso es lo que quiero”, concluye Paesch.