Sobre la pertinencia de un plan económico

Sobre la pertinencia de un plan económico

por Massimo Mattioli para Bank Magazine.

Llamamos “plan económico” a un conjunto de medidas más o menos consistentes entre sí, orientadas al objetivo de ordenar los diferentes aspectos de la economía según algún criterio.

En términos generales, para cualquier tarea importante, complicada, de largo alcance, sobre una materia difícil o un terreno complejo, un plan es importante y hace falta porque, sin él, es difícil coordinar acciones, puede haber errores, confusiones, desinteligencias, contradicciones, olvidos, lagunas.  Un plan implica la definición de algún objetivo general, algún camino crítico, herramientas y recursos, al menos en general.  Un plan implica también algún grado de consenso sobre cuáles son los problemas, cómo abordarlos, qué cosas hacer y cuáles no, etc.

Parece bastante conservador decir que no hace falta un plan, porque implica que todo está más o menos como tiene que estar —que la economía es básicamente sana, como dijo alguna vez Martínez de Hoz— y se puede simplemente administrar, sin grandes cambios.  Que la economía argentina requiere cambios pareciera evidente por el sólo hecho de su bajísima performance en los últimos 50 años, con políticas de muy diverso signo que culminaron todas ellas en diferentes crisis, reafirmando un camino escalonado de retroceso continuo. 

Que los cambios en la economía no ocurrirán espontáneamente es bastante obvio, y por eso los diferentes gobiernos, incluso los más anodinos, toman siempre alguna serie de medidas.

Otra de las acepciones de “plan económico”, la política económica, existe siempre, aún si sólo se dejan las cosas como están, aún si se “no se toca” el sistema de reglas de juego.  Porque antes y después de cualquier medida, ya hay un sistema de reglas (políticas monetarias, fiscales, cambiarias, productivas, salariales, etc.) que impera y determina el comportamiento de los agentes.  La política económica no deja de imperar porque no se fije metas u objetivos precisos respecto de determinados indicadores, o porque no los explicite, o porque tome medidas ambivalentes sin expresar todos sus motivos o fines, o porque no encuadre explícitamente las diferentes medidas o herramientas como “parte de un plan”.  Incluso no deja de imperar porque tenga aspectos contradictorios que se neutralizan mutuamente.

El plan económico de un gobierno, la visión de la economía a la que se apunta, y los diferentes aspectos de la misma (y la consistencia interna entre los aspectos, su factibilidad y probabilidad) , como también la credibilidad de quien lo expresa, ordenan y hacen previsible y comprensible a un gobierno.  Esto es así en todos los planos del orden político, pero sobre todo para ofrecer parámetros a los agentes económicos en la toma de decisiones, mientras dure el gobierno.  El plan no sólo expresa y ordena al gobierno, sino que además permite que los demás, la sociedad, alinee su comportamiento en relación con ese orden, de modo más o menos previsible.

El plan es, a la vez, una forma abierta, genuina, honesta, en que se presenta la propuesta de un gobierno.  En el gesto de exteriorizar el plan, se expresa la buena fe y la buena voluntad de indicarles a todos hacia dónde uno va, cómo, y con qué herramientas va a trabajar (y qué cosas no hará).  Se ponen las cartas sobre la mesa.  De algún modo, el plan le da forma a los problemas, y los plantea de manera pública.  De cuáles son los problemas que el plan pretende abordar, no sólo depende el tipo de soluciones sino también las políticas y alcances que todos podemos esperar que ocurran.

El plan se diferencia del relato en que pretende un lenguaje objetivo, desapasionado, alejado de lo partidario o ideologizado, y en cambio inclusivo y contrastable.  Es más una exposición ordenada de intenciones, operativa, instrumental, que una declaración de principios morales o ideológicos.  Y es, o debiera ser, más indicativo que polémico, aunque muchas veces en Argentina haya ocurrido al revés.

Decir que uno no tiene plan puede ser cómodo, como el jugador que esconde las cartas, porque permite hacer cualquier cosa en un abanico mucho más amplio de posibilidades, sin parámetros.  Permite no prometer nada más o menos preciso, ni hacerse cargo de los errores o los incumplimientos al respecto.  Permite no tener que desdecirse (porque nada se dijo).  Permite no ser fácilmente juzgado por la referencia a los propios cánones.  Permite eludir críticas, patear la pelota afuera.

Necesitamos un plan.  No necesitamos más generalidades, frases de efecto, relatos genéricos, declaraciones de principios, ni liberales, ni nacionalistas, ni populares, ni progresistas.  Tampoco necesitamos 60 o 200 medidas que no sabemos a dónde apuntan, o cuyo sentido tenemos que inferir.  Necesitamos un modesto, simple, ordenador plan, que le dé sentido a la política económica.  Un sentido que, en la maraña de contradicciones del gobierno, no es fácil adivinar.