Arjun Appadurai. "En las redes, el odio parece moverse más rápido que la solidaridad"

Estudiar el vértigo. Mira el mundo de los datos y el intercambio financiero con ojos de antropólogo y lingüista; más allá de la dureza de algunos diagnósticos, propone ser «optimistas de manera dogmática»

muy amable, pero tiene la impaciencia de los viajeros de pocos días: habla rápido y pone límite a la sesión de fotos porque su esposa lo espera para salir. En su segundo viaje a Buenos Aires, esta vez auspiciado por Medifé, Arjun Appadurai reflexionó sobre el giro a la derecha de la política mundial y las implicancias de la financiarización de la economía, preocupaciones de su último libro, Hacer negocios con palabras. El fracaso del lenguaje como clave para entender el capitalismo financiero (Siglo XXI)

Nacido en India en 1949, Appadurai se doctoró en Antropología en la Universidad de Chicago e hizo una carrera internacional con trabajos que abrieron nuevas líneas de investigación en relación con la globalización, los imaginarios sociales y los críticos legados coloniales. Ocupó importantes posiciones en universidades norteamericanas y fue asesor en organismos internacionales. Desde 2008 es profesor en el Departamento de Medios, Cultura y Comunicación de la Universidad de Nueva York.
En Hacer negocios con palabras, Appadurai se apoya en marcos teóricos de la antropología y la lingüística para explicar el funcionamiento de los mercados financieros, como la noción de «acto de habla» de John Austin, que implica que el decir puede constituir un hacer. Parecen ideas muy abstractas, pero Appadurai ofrece ejemplos claros que ayudan a entenderlas.
¿Podría explicar su visión de los mercados financieros?
El modo como lo pienso, como me lo explico a mí mismo, puede ser accesible a un público general porque no soy un experto en finanzas. Cierto que en el libro hablo de Durkheim, de Marx, de Weber, pero en lo esencial la idea es simple. La sociedad moderna y el mercado moderno se construyen sobre el contrato: acuerdos que suponen obligaciones, que pueden ser verbales o escritos. De hecho, muchas veces son sólo de palabra. Cada parte se compromete a algo en relación con la otra parte. De manera que en el corazón de un contrato hay un compromiso; podríamos decir, una promesa. Desde el punto de vista del lenguaje, Austin explica que la promesa es un tipo de acción. Pero uno puede olvidarse de ese tecnicismo y decir que un contrato es, básicamente, una promesa.
Parece bastante sencillo…
En parte, lo es. En mi visión, los banqueros, los financistas, los hedge funds han encontrado la manera de crear un mercado de promesas. Por cierto precio, podemos intercambiar una promesa por otra. Digamos, yo le vendo una promesa a usted, con lo cual se convierte en un commodity, que puede ser vendido nuevamente, una y otra vez, por un mecanismo que me permite agrupar y reagrupar las promesas. Por ejemplo, sumando todas las promesas hechas en esta habitación y vendiéndolas a una persona de la habitación de al lado. Que, a su vez, las combina con las que ya tenía para volver a venderlas. Puede sonar extraño, pero eso es lo que sucede con los derivados, que pueden ser creados a partir de la combinación y recombinación de hipotecas que son, finalmente, promesas de pago.
¿La extrañeza y el riesgo provienen del encadenamiento de las reventas?
Claro, porque el mecanismo no deja de moverse. Y un día el mercado de vivienda pierde valor, algo que necesariamente pasa, porque todo lo que sube tiene que bajar, y entonces toda la montaña colapsa. Con un agregado importante: que no es sólo un mercado de promesas sino también de apuestas sobre las promesas, sobre la posibilidad de que puedan cumplirse o no. Usted apuesta a que el mercado va a mejorar y yo, a que va a empeorar. Y también apostamos a la fecha: usted dice que a tres años, yo digo que a cinco. Pero los dos podemos vender esos derivados antes de la fecha de esas apuestas, como si no creyéramos en ellas. De manera que hay algo de mala fe en el sistema: porque no se trata de promesas que hicimos para cumplirlas sino? ¡para venderlas!
Y en cada venta, obtenemos nuevas ganancias.
Exacto. Se obtienen ganancias en cada ronda de ventas. Usted apuesta y cree que va a ganar, yo apuesto también para ganar, pero eventualmente alguien pierde. Claro que no los grandes banqueros, que son rescatados porque son demasiado importantes. En todo esto hay algo de gigantismo, de metastásico.
¿Hay también relaciones de poder? Usted habló de mala fe.
¿Me pregunta en qué sentido uso esa expresión? En mi libro traté de mantenerme al margen de los enfoques moralizantes: «Los banqueros están haciendo esto o aquello, y eso está mal». No diría que eso no es cierto, pero sí que esa manera de pensar no nos deja ver el aspecto sistémico que está involucrado. Es decir, qué instrumentos financieros han dado lugar a este estado de cosas. Para mí la corrupción, por llamarla de alguna manera, está en la acumulación de promesas, en lugar de en la mala fe de un individuo en particular. Las posibilidades desarrolladas tecnológicamente, que permiten estimar y asumir el riesgo de un riesgo. Hacer dinero a partir del dinero, sin que haya nada físico, ningún bien, en el medio. Marx hablaba de la cadena «dinero-mercancía-dinero», es decir, se intercambia dinero por un bien o un servicio, produciendo una ganancia. Pero ahora la ganancia se produce sin necesidad de intercambiar nada.
¿Entonces, la cuestión ética se remite a la tecnología, al mecanismo en abstracto?
Bueno, también podría decirse que la tecnología, por sí misma, es más bien neutra. Que no tiene afectos ni ética; aunque ciertamente, las consecuencias están. Hay algo interesante en el mundo financiero: los agentes parecen vendedores y no entienden nada de matemática. Sólo ven precios. Y después, tras bambalinas, están los expertos en algoritmos, con conocimientos de matemática, que los asesoran: «Cuando este indicador se mueve de esta manera, vendan»; «si se mueve de esta otra manera, compren». En los bancos, incluyendo a los CEO, no entienden los misterios cuantitativos. Contratan expertos para construir los modelos. Muchos vienen de la física, incluyendo unos cuantos que ni siquiera hablan inglés porque no se necesita (se ríe). Especialmente, los chinos, que son matemáticos brillantes.
¿Dónde reside el truco?
La cuestión central, diría, no está en los algoritmos sino en modelos más amplios, como la ecuación de Black-Scholes, que dice cómo poner precio a las opciones: cómo dar un valor de mercado a eventos futuros. Me refiero al trabajo de Robert Cox Merton en los años 60, sobre ideas de Fisher Black y Myron Scholes, por el cual Merton y Scholes recibieron el Nobel en 1997. Ahí es donde comienza el problema sistémico, porque este modo de hacer estimaciones tiene una lógica propia. Yo agregaría que en este nivel es donde intervienen realmente los actores sociales, los seres humanos. Por lo tanto, es posible la política en este nivel, es posible la regulación, la moderación, la rendición de cuentas.
Allí está la posibilidad de control.
El desafío reside en las características de los activos financieros, que tienden a buscar el máximo beneficio y se mueven hacia donde puedan encontrarlo. De manera que bloquearlos, detenerlos o hacerlos más lentos es difícil, porque los Estados y otras agencias regulatorias son lentas por su propia naturaleza. Es como enviar un avión súper veloz, el más rápido que podamos imaginar, para alcanzar un rayo de luz. Puede parecer una batalla perdida. En fin, quizás la comparación no deba ser tan dura, pero en todo caso se trata de algo difícil, porque las inversiones son entidades líquidas y con la digitalización se mueven muy rápido. En cambio, los Estados son instituciones: tienen cualidades humanas. Las inversiones parecen los actantes de Latour.
Como si tuvieran vida propia.
Como si fueran parahumanos. Frente a esto, el papel de los seres humanos se presenta en una situación contradictoria, paradójica. Pensemos en otro ejemplo, el de la crisis ecológica. Sobre el cambio climático y el Antropoceno, una era marcada por nuestras acciones, decimos que lo arruinamos todo, que destruimos el planeta. Pero hay también otro discurso, que habla de la capacidad de acción de otros agentes: el agua se mueve, algunas especies se adaptan. Van a sobrevivirnos: frente a esas fuerzas no somos nada. ¿Tenemos que elegir entre las dos posiciones? Mi visión es que somos actantes latourianos, entre otros actantes. Que tenemos la obligación de crear una política para nosotros mismos, para regular nuestras acciones. Pero que no podemos controlar todo: ésa es la vieja fantasía imperial. No podemos esperar que los actores no humanos nos obedezcan. No podemos crear un Parlamento de las cosas. Creo que tomar conciencia de la multiplicidad de las energías y los actores que hay en el mundo es muy importante. Por eso uso la noción de «dividuo», tomando un término de Gilles Deleuze.
La categoría «dividuo» es importante en su libro. ¿Podría explicarla?
Deleuze no la usa mucho, y no está claro qué tenía en mente, pero somos varios los que la retomamos para pensar el presente. En lugar de refinar o ajustar la idea del «individuo», que viene de la Ilustración, ¿por qué no pensar de otra manera? Dejar de hablar de clase, de facción, de masa, de multitud, de todas esas entidades colectivas basadas en el individuo, y pensar en las personas no tanto como siendo esto o aquello de manera definitiva, sino en que pueden ser diferentes cosas en diferentes arreglos institucionales. Es difícil, porque nuestras mentes están colonizadas por la idea del Estado-nación, que concentra todo: el territorio, el poder, las leyes, la economía. Pero ideas más fluidas, rizomáticas, como sugiere Deleuze, pueden ayudarnos. Claro que, insisto, no es fácil. Autores como Hardt y Negri trataron de entender esas conexiones.
Quienes las usan muy bien son las empresas que trabajan con nuestros datos, que nos desagregan y recombinan para vendernos mejor. Las cinco grandes: Microsoft, Apple, Amazon, Facebook, Google-Alphabet, que en conjunto valen 3,2 billones. Sólo China se resiste a su alcance omnímodo. ¿Estamos otra vez ante un mundo bipolar?
Hay una suerte de regreso a la bipolaridad. La visita de Trump a China se pareció un poco a la conferencia de Yalta: dos personas reunidas decidiendo el destino del mundo. Pero no se trata sólo del Estado-nación. También están las empresas de Silicon Valley y está Wall Street, que se miran como dos perros en la misma jaula, para ver quién se queda con la comida del otro. Y hay otros jugadores globales. Está la plataforma Alí Baba y está la India, también, que tiene importantes actores en el mundo digital. Por ahora, se concentran en hacer software, pero tienen la expertise y el capital para convertirse en competidores.
¿También en relación con los datos? Esas cinco grandes empresas controlan buena parte del flujo de datos mundial: nos conocen mejor que nosotros mismos.
¿Me pregunta si tenemos algún motivo para ser optimistas en un mundo que parece encaminarse hacia una situación de vigilancia completa, seguida de manipulación y dominación en un orden inédito, más allá de la imaginación de Orwell o Huxley y otros escritores distópicos? Respondería dos cosas, basándome en la obra de otros autores, no en la mía directamente. La primera es, como sostienen colegas de la Universidad de Nueva York, que estas empresas están recolectando tantos datos que pueden no dar abasto para procesarlos. Muchos datos van a quedar crudos, sin utilizar. La segunda es el lado político de las redes sociales: el modo como facilitan la emergencia de nuevos actores colectivos. Lo vimos en la Primavera Árabe y en tantos otros casos. Son criaturas creadas por el sistema sin querer. De manera que, por un lado, tenemos la vigilancia y el marketing; por otro, la organización política. Es una suerte de antinomia kantiana que se mueve en un loop. Aquí, sin embargo, hay un costado deprimente: que el odio parece moverse más rápido que la solidaridad. ISIS recluta a una velocidad mayor que, por ejemplo, alguien que busca fondos para ayudar a chicos ciegos. En los estudios de periodismo y comunicación no hemos trabajado suficiente, todavía, para resolver esto. Pero más allá de los motivos, tenemos que ser optimistas de manera dogmática. Pensar en que algo podemos y debemos hacer.

¿Por qué lo entrevistamos?

Porque es uno de los grandes estudiosos de la globalización y su impacto en los imaginarios sociales de nuestra era.

Biografía

Arjun Appadurai nació en India, en 1949. Doctor por la Universidad de Chicago y profesor en la Universidad de Nueva York, escribió La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización y Hacer negocios con palabras. El fracaso del lenguaje como clave para entender el capitalismo financiero.